Mi primer hamam, el baño turco

Hamam baño turco

Entrada al hamam donde tuve mi primera experiencia de ser bañado como un un bebé en edad adulta.

Tres años que vivo en Turquía y nunca fui a un hamam o baño turco. Bah, eso, hasta ayer. Había escuchado mil veces pero por falta de curiosidad nunca me había higienizado a la antigua. Tomé fuerzas y fui.

Después de hacer una breve investigación las opciones no eran muchas. De los tres hamam que había en Esmirna, la ciudad en la que vivo, dos tenían malos comentarios. Incluso un amigo había ido al que me quedaba más cerca y me dijo que no vaya. Agarré la bici, el casquito, y ferry de por medio, llegué a la puerta del hamam.
—Hola. —Le dije a un señor que miraba la tele y me ignoró por completo. —¡Hola! —Le repetí.

El hombre, de bigotes canosos y ojos tristes, se levantó de su silla de plástico blanca preocupado y me atendió.

—Sí, ¿qué precisabas?
—Quería ir al hamam.
—Sí, pasá. —Y me guió a un cuartito con elm número 29.
—¿Cuánto cuesta?
—25 liras.

Me cerró la puerta y yo quedé ahí. Era la primera vez que iba a un baño turco. Estaba solo y, la verdad, no tenía ni puta idea qué era un hamam. Sabía que era un baño, que en alguna parte tenía algo parecido a un sauna, pero poco más. Y ese cuartito de madera de dos metros por dos metros, con una mini cama y toallas, no me guiaba mucho.

Como notó mi acento extranjeto y vio que estaba un poco desorientado, el bigotes volvió a golpearme.

—Desvestite, atate el trapo en la cadera y vení. —Me ordenó sin más, haciendo gala de los mejores modales heredados de las épocas otomanas.

Siguiendo su consejo, me saqué la ropa, me puse el trapito a rayas para tapar la entrepierna como quien se pone una toalla en el club, agarré la llave y salí.

«Vení», me dijo, y fui. Pasamos una puerta de madera y del otro lado había un señor bañando a un cliente en una sala húmeda pero de mármol.

—¿Querés que te laven o solo hamam? —Me preguntó.
—Sí, quiero que me laven.

Si vamos a ir al hamam, hay que hacer el show completo.

—Va a tener que esperar un poco. —dijo el otro amigo de bigotes que bañaba a su cliente.
—Ok. Vení, pasá por acá.

Me abrió una puerta y me hizo pasar. Me la cerró. No sabía que hacer. Como se dio cuenta, a los dos segundos abrió la puerta de nuevo y me dijo; «Duchate. Ahí tenés jabón», y se fue.

El calor del hamam

La sala donde los bigotes me despacharon era más parecido a lo que antes había visto como hamam. El techo, una cúpula hecha de material y cristales redondos de colores que dejaban pasar algo de luz. En la sala cuadrada una gran meseta de mármol que desprendía calor ocupaba la parte central, y sobre las paredes había pequeños cubículos con dos canillas: una de agua caliente y una de agua fría. El agua caía sobre una especia de cubos de mármol con concavidades que que hacían de pileta. Con una diferencia: no había desagüe. No lo encontré, pero supuse que para eso estaban las canaletas que había sobre el piso de la sala. El jabón tampoco apareció, pero igual me eché un poco de agua fría y un poco de agua caliente con una palanganita que había junto a las canillas.

Me quedé esperando y el calor se empezó a sentir. Era un sauna, pero yo era el único ahí, esperando.

A los minutos entró otro señor, con su paño, bigotes canosos, busarda, ojos pequeños y calvicie grande. Me saludó y se fue.

A los pocos minutos volvió a entrar otro. Un poco más jóven, sin canas ni bigotes, pero con el bagaje cultural que cargan los años en forma de grasa abdominal. Se metió en uno de los cubículos con canillas y cuenco de mármol. Se echó agua, y el otro de ojitos pequeños volvió a aparecer. Se saludaron y entraron juntos a una pequeña puerta que había visto pero que no me había animado a abrir.

Seguí sus pasos y entré. El veterano estaba echado sobre uno de los lados de la habitación y el otro sentado el lado opuesto. Los dos charlando. Eso era un sauna. No metafóricamente sino literal. No era el más caliente que había ido en mi vida pero tampoco el más frío. La temperatura era soportable y las cosas no quemaban. No era ni húmedo ni seco, un sauna promedio en todo sentido.

Después de algunos minutos de charla sin propóstio ni dirección entre mis compañeros de hamam, el sudor ya me caía a un ritmo persistente. En eso entró un nuevo señor de canas y bigotes, pero esta vez más flaco que el resto y preguntó en un turco muy rústico que me costó entender: «¿Quién sigue? ¿Quién tiene el número 29?». Me miré la muñeca donde tenía la llave de mi cuartito agarrada con un elástico. ¡Bingo! Era mi turno.

Como en los viejos tiempos

—¿De dónde sos?
—De Uruguay, de América del Sur —le dije, anticipándome, como ya estoy acostumbrado, a que no sepa dónde queda mi país en el mapa.
—Ohhh, América del Sur. Acostate ahí. —Me ordenó y se puso en unos guantes negros y asperos sin dedos.

Después de que me acosté, empezó a frotarme con esos accesorios de manco, que estaban a medio camino entre un trapo de piso y una esponja, a los lados de las piernas. De a poco y con fuerza fue subiendo, pasando por los muslos, el abdomen y el pecho.

En un movimiento ninja que ya tenía calculado, enganchó mi toalla al borde de la cama y levantó del lado opuesto, como si fuera un rollo de papel de panadería a punto de ser cortado. «Date vuelta», me dijo. E hizo el mismo trabajo del otro lado.

Con su técnica ninja, me dio vuelta para el otro lado y me puso el paño, que para este entonces ya era un pañal. Al menos me hizo descubrir por qué se llama así.

Después, en un intento de hacer sonar mis articulaciones, me cruzó los brazos sobre el pecho y con la fuerza de su cuerpo me empujó con fuerza hacia la cama. No sono nada. Hizo lo mismo con mis rodillas mientras estaba de espaldas, en un movimiento de dudosa justificación kinesiológica. Si no fuera flexible de cuádriceps o tuviera problemas de rodilla, andá llamando a un médico. Pero de nuevo, no sonó nada.

Pienso que debo haber sido una decepción para él. Si estuviera en su lugar, el momento más placentero para mí sería hacerle sonar hasta la articulación atrofiada del coxis a mis clientes, como quien juega a romper burbujitas de nylon en cuerpo ajeno. Esta vez, no pudo ser.

«Sentate», me ordenó. Y con sus guantes de Patricio Estrella me agarró la cabeza y me la empezóa frotar: nuca, orejas, cachetes, frente y cuello.

Al lado mío había uno de esos cubos de mármol con un cuenco y canillas. Agarró una mini palangana y me empezó a echar agua caliente como tirando baldazos al jardín. La única diferencia: yo estaba a menos de un metro.

«¿Quérés que te haga masaje?», me dijo. «No», le respondí, pensando que me iba a salir más caro. Ya para entonces no sabía ni qué cuenta me esperaba al terminar con mi hamam. No quería que el relax que me estaba provocando el baño se retrotraiga en una milésima de segundo por el estrés que generan las cuentas abultadas.

«¿Cómo que no?», me dijo. Y contra mi voluntad, comenzó la sesión de masajes.

Si fuera mujer, sería intento de violación, como mínimo. Pero como nací con pene, me la banqué. Que venga el masaje. Y que la cuenta sea lo que alá y el señor de bigotes de la entrada quieran.

De una palangana enjabonada, sacó un paño con forma de media larga y la dejó escurrir unos segundos sobre mi pecho mientras estaba acostado. Con su mano derecha sostenía la media en la altura y con la izquierda, haciendo uso de su pulgar y su índice, apretó la parte superior y comenzó a descender. A medida que sus dedos bajaban en ese nuevo movimiento ninja, la parte de abajo de la media se inflaba como un globo. Al llegar a la última sección, la presión de los dedos hicieron que el globo cediera y que la media diera un escupitajo de jabón sobre mi cuerpo. Acto seguido, comenzó a enjabonarme con la media como madre a un bebé de tres meses.

Mientras pasaba el jabón, me hacía masajes. De mis pocos conocimientos sobre masajes, noté la rusticidad de su técnica, amortiguada por la sabiduría de una tradición milenaria. El masaje superficial me lo había hecho con sus guantes de Bob Esponja, y el masaje profundo, que me hacía ahora, encontraba los músculos ya calentitos. A pesar de eso, en más de alguna oportunidad la pifió al no seguir el moovimiento en el sentido de la circulación arterial; es decir, del corazón hacia las periferias del cuerpo. Pero en términos generales, la visión global de un espectáculo sería de un 8 sobre 10.

Movimiento ninja, culito pa arriba, y lo mismo del otro lado. Después, «sentate», y enjabonado de cara y cuello.

Me dijo que me enjuagara agua y la palanganita, y me señaló: «Ahora ahí». Me dio otro trapo, como el que tenía tapando mis partes íntimas pero seco, y que venga el que sigue.

Qué tenía que hacer en esa nuevo cuartito al que me despachó, ni idea. Solamente una ducha y un water. Así que elegí la ducha.

Me bañé y me puse el nuevo paño. Al salir me señaló un balde en el que estaban todas las toallitas mojadas y puse la mía. «Sihhatler olsun!», me dijeron los que charlaban en el sauna, que ahora estaban esperando turno para que los bañe la niñera. Esa frase, que hasta donde sé sólo se usa en turco, es una de las tantas formas que tienen para decir «¡que sea salud!», y se usa cuando alguien se afeita o se baña.

Les agradecí y dí por finalizado mi baby shower.

Al salir, volví a la sala por donde entré. Pero ahora estaba en paños menores —literalmente— y en lugar de haber un señor mirando la tele ahora hay tres. La verdad no me acordaba con cuál era con que el tenía que hablar. Por suerte, se me acercó solito y me dijo con sus órdenes militares: «Esperá. Vení».

Agarró una toalla grande y acolchonadita de un estante. Me secó la espalda, me puso la toalla sobre los hombros y me la ató al cuello cual capa de Superman. Siguiendo con el protocolo, agarró otra más chiquita pero igual de acolchonada, me secó el pelo y me la ató a la cabeza. «Andá», me dijo. No se ni a dónde ni a qué. Supuse que a mi cuartito número 29.

Entré, me sequé, me puse la ropa, agarré mis cosas y salí.

La hora de la verdad

El bigotes, el primero que me atendió y que me había puesto las toallas, me esperaba en el mostrador de entrada.

—¿Cuánto es?
—25 liras, como te dije.
—¿Y el lavado?
—Eso lo arreglás con él —me dijo señalando al otro amigo de bigotes, mi niñera, que apareció por arte de magia,.
—¿Cuánto es? —Le pregunté y me respondió señalando un cartelito que decía 15TL.
—No te preocupes. —Me dijo con falsa modestia.

Le dí 20 y los 5 de cambio nunca los ví. No te preocupes.

Salí bañadito. Pensando que la experiencia valió la pena para hacerlo una vez, porque en realidad no es más que un sauna con un señor que te baña. Ideal para los turcos que se bañana una vez por año, pero bastante caro e innecesario para alguien que se ducha con agua y jabón a diario en la comodidad del hogar.

No tendré movimientos ninja ni masajes de Patricio Estrella, pero en mi ducha no tengo que seguir las órdenes de nadie.

***

El hamam al que fui se llama Alibey Hamami, y queda 1671 sk., en Karsiyaka, Esmirna. Abre todos los días de 9 a 24hs, es solo de hombres, y es el único recomendable en la ciudad. En Estambul las opciones son muchas y seguramente con más con personal mejor preparado para atender extranjeros, así que esperen pagar mucho más que las 40 liras que costó en Esmirna.

6 Respuestas a “Mi primer hamam, el baño turco

  1. Pingback: Los 5 Hamam o Baños Turcos más famosos de Estambul | Ahí viajé·

  2. Qué buena onda tu blog! Lo acabo de descubrir mientras buceaba por la web cómo hacer el té de manzana del que me volví adicta en Turquía, el mes pasado. Exitos en las nuevas rutas!!! Buen viajeee!

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  3. Ha, acabo de descubrir tu página, me gusta cómo relatas, y te seguiré…aunque acabo de leer que justo tienes pensado irte de Turquía este mes o el que viene.
    Bueno, te dejo, que tengo mucho por leer aquí.

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