Plaza de la Concordia de París.

Paris es la capital del arte y es el arte del capital. Todo vale un huevo. Y claro, es París. De las locuras de Van Gogh, de los versos de Baudelaire, de los detalles de Notre Dame, de las miles de cabezas que rodaron por sus calles aprendieron que, por suerte, pueden cobrar. Porque antes que ellos hubo un montón de genios que dejaron su vida por esos €18 de entrada, por esos €5 del café. Si Luis XIV no hubiera sido tan culorroto tal vez la entrada no valía tanto. Pero por suerte lo era. Por suerte tuvieron hijos de puta que construyeron Versalles.

Paris es la ciudad luz. La torre Eiffel te llama la atención con sus chirimbolos como un nene chico. De tranquilidad, ni hablar. El bochinche y el desorden es cosa de todos los días. Un ejemplo de ciudad, donde hay wi-fi en todos lados pero ninguno funciona, donde las paradas de ómnibus tapan los semáforos, donde hay máquinas para todo pero todas andan mal, donde los indigentes son obesos.

Paris es la capital del mundo, y te destrata. Porque el mundo es jodido. Y el mundo habla francés. Un mundo lleno de versos encantados y figuras reveladoras del viru viru. De la labia encantadora que esconde el machismo, de la charla de café que esconde el tedio, del perfume fino que esconde el sobaco.

París es la capital de la libertad. Por eso se protege con militares armados en las calles. Combate el miedo con miedo. Quiere tanto a la libertad de expresión que hasta la controla y la censura. Porque claro, es su bien preciado.

París es una ciudad en guerra consigo misma, de la ciudad que fue y la que cree que fue, de la ciudad que es y la que cree que es. Paris es una ciudad flaneur, por no decir una nube de pedos, pero con pedos intensos, largados en el momento justo y de un aroma único.