Vi nevar.
Vi tranquilidad.
Vi tolerancia y oficiales de migraciones que te dan la bienvenida mientras te preguntan amablemente qué carajo haces en Alemania.
Ví panaderías y cervecerías.
Ví turcos, brasileños, españoles, italianos, árabes, ingleses, peruanos, argentinos y alemanes. Ví milanesas.
Ví y bebí cerveza.
Ví que es más barata que el agua.
Ví señoras que compran casilleros enteros en el supermercado.
No vi borrachos.
Ví peatones que esperan el verde del semáforo para cruzar aunque no pasen autos.
Ví que en la ciudad de los BMW todos andan en bicicleta.
Ví y conviví con un alemán que habla perfecto español.
Ví que todos saben inglés.
No ví banderas de Alemania en las calles.
Ví dos manifestaciones en simultáneo.
Ví lo mejor y lo peor de Alemania.
Ví nacionalistas antiislamistas y ví jóvenes que combaten el odio con alegría, que flamean la bandera de la diversidad con una mano y con la otra sostienen una bolsa de H&M.
Ví que las armas de la policía son cámaras de foto y video.
Ví ricos y ví pobres.
Ví un complejo olímpico.
Ví palacios.
Ví iglesias.
Ví una que era minimalista e iluminada, sin figuras de Cristo ensangrentado y barnizado.
Ví donde nació el nazismo.
Ví cómo Hitler mató gente por doblar en una esquina que a él no le gustaba que doblen.
Ví pinturas y monumentos.
Ví pájaros y parques.
Ví surfistas sin playa pero con ingenio.
Ví una ciudad tan cara para vivir como Montevideo.
Ví que —casi— todo simplemente funciona.
Ví a Munich.