En su largo camino luchando contra el oportunismo, el mar, las montañas, la incertidumbre, el hambre, la xenofobia y otras tantas cosas me los crucé sin esperarlos. En mi viaje balcánico me encontré haciendo el mismo trayecto que los inmigrantes de Medio Oriente que intentan entrar a Europa. Estaba rodeado de ellos, compartiendo, probablemente, las horas más cómodas de su travesía.
De viaje a Belgrado
En el tren desde Escopia (Macedonia) a Belgrado (Serbia) ví que en la frontera habían un montón de inmigrantes con sus bolsos. Estaban haciendo el papeleo en migraciones, porque una vez que entran a Macedonia, tienen tres días para abandonar el país.
Uno de los griegos que iba conmigo y que conocí en el tren sacó la cabeza por la ventana y se puso a hablar con ellos. En ese momento no entendí mucho pero, curioso, me sumé a la tertulia. Eran las 2 de la mañana y estábamos aburridos esperando que nos devuelvan nuestros pasaportes y el tren arranque. Así que parecía un buen plan.
No eran inmigrantes pobres, sin nada para comer y con cinco hijos. Eran hombres jóvenes, fuertes y saludables que habían tomado su Danonino y hablaban perfecto inglés. Probablemente se hayan preparado tomando cursos y hayan ahorrado dinero para emprender ese caro e inhumano viaje para hacer la Europa. Gente de Siria, Irak y Afganistán. Cuando le pregunté si había alguien de Irán, porque no había escuchado bien, se rieron. «Ellos son los que hacen guerra en nuestros países», me dijo uno, dando a entender que no había ninguno.
Antes de llegar a donde los encontramos, habían atravesado a pie y en tren el país de Alejandro Magno y se habían hecho «eso», dijeron, haciendo el gestito de quien se corta las venas. Desconozco si era una metáfora del aburrimiento o si significaba algo más.
Antes, además, habían estado tres días en Atenas y habían cruzado desde Çeşme, Turquía, en un barco ilegal hacia Chios, Grecia, que les debe haber costado bastante más que los €30 que le sale a cualquier europeo hacer ese viaje en ferry. Como ir a pasar hambre a Grecia no es un lujo que los sirios se puedan dar con su pasaporte, usualmente lo hacen por la noche en gomones ilegales.
Cuando dijeron que habían estado en Turquía les hablé en turco, pero sólo dos que estaban ahí sentados sobre sus bolsos me entendieron, se asustaron y no quisieron involucrarse. Porque no eran de los que estaban hablando con nosotros. De hecho, uno de ellos estaba hablando por celular en turco con alguien que aparentemente no hablaba turco, porque la comunicación no prosperaba y seguía preguntando con insistencia a la persona del otro lado de la línea si hablaba turco.
Los dos griegos que iban conmigo me mostraron un video que habían grabado yendo de Grecia a Macedonia, donde se ve a los inmigrantes sobre la vía del tren en medio del monte, esperando el momento justo para treparse a un vagón y robar kilómetros escondidos de la policía.
Cuando los encontramos en la frontera de Serbia, estaban preguntando si nuestro tren iba a Budapest, pero tal tren, para entonces, no existía, y les dijimos que antes tenían que ir a Belgrado. La charla se cortó cuando llegó la policía de la frontera, que como su trabajo es cortar el entendimiento de los pueblos, no se fue de nuestro lado hasta que dejamos de hablar con los inmigrantes. Como si no fueron personas.

En la estación de Belgrado con los griegos también nos pusimos a hablar con los este amigo afgano. Esa vez sin la amabilidad de la policía de frontera.
De viaje a Budapest
En el tren de Belgrado a Budapest fui sentado con Muhrat, un sirio de al rededor de 20 años que balbuceaba palabras sueltas en inglés y otras pocas en turco. Me preguntó a donde iba. Le pregunté a dónde iba. No me supo responder. El tren iba lleno de Muhrats. El 90% de los pasajeros eran árabes que hablaban entre sí. También había, algunos menos, cincuentones, mujeres y bebés. Y estaban los que hablaban inglés, que eran los que organizaban a las personas.
Yo había llegado esa mañana a Belgrado, también con inmigrantes, y había visto cómo están en los alrededores de la estación, a la espera de comprar su ticket a la frontera. Cuando me subí al tren a Budapest ya era de noche y los acompañaba una vez más, esta vez en el trayecto más difícil, a la entrada a la Unión Europea. El último viaje a la frontera donde en poco tiempo los recibirá un cálido muro de bienvenida que está construyendo el gobierno húngaro.
Algunos de mis compañeros de viaje tenían celular con 3G y chequeaban la vista satelital de Google Maps en la frontera de Hungría cada tanto. Un poco de inteligencia y otro poco de nerviosismo. Todos ellos tenían su pequeña mochila con agua, y abrigo para pasar la noche caminando en el monte serbio y llegar al lado húngaro sin ser atrapados.
Todos ellos, también, llevaban la ropa nueva para ponerse cuando lleguen a la Unión Europea. «Para parecer un húngaro más», me dijo uno de ellos en Belgrado, y tirar la mochila con la ropa sucia y todo lo que todavía tengan de carga.
A las 1.40 de la madrugada perdí a mi compañero Muhrat en Subótica, la última parada del tren antes de llegar a la frontera con Hungria. No me pude despedir pero ojalá haya tenido suerte. Con Muhrat se vacío casi todo el vagón. Hasta después de ellos vino la limpiadora a llevarse sus desechos, y los húngaros y serbios que quedaron en el tren comenzaron a hablar y a sonreír aliviados. Como si la vergüenza no fuera de ellos, sino de los sirios.