
Luna en el puerto de Salónica al amanecer.
Creo que eran algo así como las 6 AM y el tren estaba llegando a Salónica. En la estación, mis compañeros de viaje parecían tener claro para dónde iban y se dispersaban con una rapidez y una tranquilidad absoluta. Para no ser menos, hice lo mismo, aunque mi tranquilidad era claramente forzada y mi seguridad una mentira.
Comencé a caminar por la ciudad, un poco sin rumbo y un poco direccionado. La oscuridad y la soledad invadían ciudad que no parecía estar muerta pero tampoco activa. La soledad es lo único más violento que la presencia de seres imprevisibles en medio de la noche.
Por allá a lo lejos y en esa gran Dieciocho de Julio que conectaba la estación con la plaza central apareció una panadería. Refugio de los jóvenes embriagados de posmodernidad y vínculos sociales, necesitados de carbohidratos para aguantar el bajón y saciar su hipotálamo.
Los seres se fueron haciendo más frecuentes a pesar del frío del invierno. Las fiestas se festejan y una noche de Navidad mucho más. No hay invierno que pueda con la chaqueta de símil cuero vermelhon del gordo Noel (35€ impuestos incluídos).
La amenazante ciudad se iba haciendo más amigable a medida que caminaba. Al llegar a la avenida principal, que es principal por lo linda y lo dedicada, no por lo utilitario (de hecho es una peatonal) me encontré con una ciudad que me invitaba al mar.
En el recorrido de esa avenida la inquietud se apago y el mar les dio las buenas noches. Otra vez los únicos espacios con vida eran un par de panaderías, y los únicos seres con vida parecían sin ella, por el ajetreo de la noche o por el capitalismo que se las alquila por unas horas a cambio de un salario, y de trabajar en una panadería con clientes borrachos a la madrugada. Pensé en comprar y un café, porque en realidad no había dormido bien y quería acostarme con la primera cama que me ofreciera matrimonio.
Al llegar a la plaza Aristóteles, donde moría la amplia peatonal y probablemente una de las más lindas que he visto, te dan el pase al mar. El viejo Aristóteles sentado en una silla decía: «hasta acá llegó mi laburo, ahora que se haga cargo el mar».
La ramblita me pareció totalmente familiar. Un espejo de Esmirna, su ciudad hermana del lado turco. Con su puerto, sus barquitos, sus baranditas y sus cafés. Intenté buscarla en el horizonte. Pero mi ingenuidad era grande. Ni la física ni la geografía estaban de mi lado. Por suerte nadie salió herido de mi ignorancia.
Los seres ahora se habían convertido en señores deportistas de pasados años 50, presumiblemente con problemas arteriales consecuencia de alquilar su vida con tanto empeño durante la juventud. Con el mismo empeño con el que se levantaron antes del amanecer a trotar o pasear al perro.
Estiré mi vista al final de la Rambla y la vi. Era la «Torre Blanca» símbolo de la ciudad, tan autocentrista y prescindible como la «Torre Reloj» de Esmirna. Me llamó y la seguí, por pura inercia y para no parar de caminar. Noté que parar de caminar se había convertido en una de las cosas más difíciles de mi vida, pero ahora tenía motivos para no hacerlo.
Cuando llegué la rodié, le saqué un par de fotos y, decidido, paré de caminar. Al ver la vista a mis espaldas quede asombrado por el paisaje del amanecer y por la luna llena, roja, que se estaba poniendo para no hacerle sombra al sol. Como buen posmoderno con síndrome de diógenes, saqué la cámara y comencé a disparar fotos que quién sabe uno cuándo volveré a ver.